Fue tan real que aún sufro imaginándolo. El caso es que George, así se llamaba él, deseaba desesperadamente regresar a Inglaterra y andaba buscando un barco desde hacía días. Perseguido por las autoridades locales que lo acusaban de trabajar o mejor dicho de conspirar para el gobierno inglés decidió que se iba definitivamente de las islas.
Era finales de noviembre y el deseado navío finalmente apareció. Su mujer Teresa y su hija Catherine de 12 años estaban ya muy cansadas de la vida en Tenerife y solo deseaban volver a su residencia en la apacible campiña.
Dispuesto a no dejar escapar ese bergantín, George cerró un trato con el capitán John Cockran y volvió a la destartalada pensión para celebrarlo con su bella mujer y su adorada hija. Esa noche cenaron bien y felices se fueron a dormir soñando con el regreso.
A la mañana siguiente George se acercó al muelle de Santa Cruz y vio que el navío estaba siendo cargado con unas decenas de pipas de vinos, lo cual no era nuevo pues normalmente el navío llevaba esa carga a los bajos del Támesis. Sin embargo, le extrañó ver cómo subían a bordo varios robustos hombres con un enorme cargamento de pequeñas pero pesadas sacas que desde luego no eran ni granos ni nada que se pareciese. Los seis hombres no dejaron que nada ni nadie se les acercaran, ni siquiera permitieron que les ayudaran los tripulantes que cuchicheaban entre ellos especulando con lo que contenían las sacas.
Su mente olvidó lo visto y esa tarde se ocupó de llevar al navío sus bolsas y maletas de su voluminoso equipaje. Miguel, su mozo desde hacía semanas, se ofreció a ayudarle y eso le alivió pues ya no era un joven como el de hacía unos años cuando se internaba en la costa africana sin más ayuda que una cantimplora y un saco de legumbres.
George observó que la tripulación del barco era escasa, y contó a no más de seis hombres. Tratando de saber en dónde se metía se acercó disimuladamente para oírles. A uno de nombre Gidley le oyó hablar en inglés, pero por su acento detectó que era irlandés. Otro, llamado McKinley era inglés y los dos restantes uno era danés y tal vez el otro francés. Luego vio a un chico llamado Benjamín Gillespie de edad similar a Miguel que debía tener algún parentesco con el capitán, y que ejercía de grumete.
Desde luego, pensó George, que muy marineros no le parecían y en cierto modo también eran algo chuscos y brutos pero es que en Santa Cruz no abundaba la buena marinería y menos la experimentada.
Tras abandonar el barco dejando dentro el equipaje se dispuso a regresar con su familia. De repente, algo le extraño pues vio aparecer a don Juan y eso sí que le puso en guardia pues no solía dejar su negocio del Puerto de la Cruz salvo para asuntos graves. Sin que nadie lo advirtiera les observó y vio como don Juan le daba ciertas recomendaciones al capitán Cockran.
Esa noche le dio vueltas a la cabeza, pero sus temores se los guardó y prefirió no compartirlos con Teresa. De madrugada se acercó al muelle y los fornidos hombres seguían allí al pie del barco como si custodiaran la mercancía. Algo preocupado volvió a la pensión y tras unas horas el sueño le venció. Entre su duerme velas se recordó que al día siguiente, a las doce del medio día partía el Earl of Sandwich y ya no había posibilidad de dar marcha atrás. Inglaterra estaba lejos y los sueños de su mujer y de su pequeña estaban en los verdes prados de la campiña inglesa y eso podía más que sus temores.
Capitulo 2
Capitulo 2
Catherine se subió al Earl of Sandwich con la alegría y la ingenuidad de los niños y en la cubierta se quedó mirando con sus ojitos verdes como la isla de Tenerife se alejaba. El Teide, una mole en medio del agua, se fue ocultando en el horizonte hasta que ya solo fue un lejano recuerdo.
El bergantín dejó las soleadas aguas de las Islas Canarias combatiendo como podía los alisios que lo empujaban nuevamente hacia el sur. El capitán Cockran ya sabía como combartirlo, que no era otra cosa que zigzaguear una y otra vez hasta que lo enfiló hasta Cádiz a donde llegaron siete días después. Allí tomaron algo de agua y víveres frescos y dejaron parte del correo que llevaban. Dos días después ya estaban de camino más al norte.
Ahora las aguas ya no eran azules sino grises, muy grises y Catherine ya no pasaba tanto tiempo en cubierta sino dentro del camarote que compartía con sus padres. El capitán tenía otro junto a este mientras la tripulación se arremolinaba en la bodega como buenamente podía. Tras pasar por la Coruña cinco días después al navío solo le quedaba poner rumbo hasta Inglaterra.
Pero eso una cosa era decirlo y otra cumplirlo. La galerna del norte entró fuerte y el capitán bregó con el velamen y con los desastrados tripulantes que a gritos cumplían lo que se les ordenaba. George a veces compartía con ellos las duras tareas pero su estómago a veces no se lo permitía.
Pero eso una cosa era decirlo y otra cumplirlo. La galerna del norte entró fuerte y el capitán bregó con el velamen y con los desastrados tripulantes que a gritos cumplían lo que se les ordenaba. George a veces compartía con ellos las duras tareas pero su estómago a veces no se lo permitía.
Pero lo peor llegó luego, estando al sur de Inglaterra. Allí el temporal arreció con un viento endemoniado que les llevó muy al Oeste. Tanto se desviaron que acabaron al sur de Irlanda y eso si que no estaba en la hoja de ruta. Las pipas de la bodega estaban ya muy mareadas y algunas se soltaron causando enormes destrozos y heridas a los tripulantes.
Tras la tormenta, pareció que llegaba algo de calma. A vista de pájaro del puerto de Waterford, con una luna que iluminaba lo justo para advertir las luces de la bahía, el Earl of Sandwich se tomó un respiro. Esa tarde el capitán cenó con la familia al completo en su camarote. Parecía que la travesía se enderezaba. Pero solo era eso, un parecer.
De un golpe, como si le hubieran dado una patada la puerta se abrió y apareció Gidley blandiendo una espada. El capitán rápido cogió la suya y antes de que la hubiera levantado, el inglés se la ensartó en un costado dejándolo inerte en el suelo. George Glas ya tenía la pistola en la mano pero sin verlo venir el mal encarado de McKinley, le asestó otro espadazo y luego otro ante los ojitos de Catherine y de Teresa. Eso fue lo último que vio George pero en esas ultimas milésimas juró que aunque no se vengara en vida, los nombres de aquellos quedarían malditos para la historia….era un motín.
Capítulo 3
Capítulo 3
La sangre manchaba la madera y Catherine lloraba asustada. Tenía los ojos puestos en su madre que se abalanzó sobre el pobre George Glas intentando reanimarlo, pero era imposible. Se les había roto la vida en unos segundos y sus mentes no lo digerían. Ambas miraron a McKinley ya Gidley tratando de obtener una respuesta ante semejante acto. Las lágrimas y el llanto de la niña llenaron el inmenso vacío que se había creado. En eso llegó el grueso danés envalentonado como si su presencia fuera necesaria para algo.
Tras el impase los tres marinos se miraron y decidieron hacer lo planeado. La costa de Waterford estaba a escasas cinco millas y ya lo tenían todo pensado que era básicamente llevarse el botín. Agarraron a Teresa y a Catherine, pero era imposible, porque se aferraban al cuerpo yermo de su marido y padre. Tras varios bruscos tirones, las dos fueron sacadas a la cubierta con violencia.
Teresa golpeó con toda su alma a sus captores dando patadas y mordiendo como nunca antes lo había hecho. La niña lloraba desesperada y cuando Teresa vio las intenciones ya no pudo más y se cayó al cuerpo implorando compasión por ella y por su hija.
Ni por esas, con el mar embravecido, los malnacidos McKinley y el danés sujetaron fuertemente a Catherine y la lanzaron por la borda mientras gritaba desde lo más profundo de su alma.
Narrar la expresión de Teresa es imposible, ni la peor pesadilla, solo deseaba despertar o morir al instante. Estaba en tal estado de shock que ya no forcejeaba. Se dejó caer pero en cuanto se vio liberada, se lanzó por la borda en busca de su niña.
Los marinos se miraron y no se dijeron nada. Tenían los ojos inyectados en sangre y buscaron al grumete que no aparecía por ninguna parte. Tras bajar a la bodega sacaron los centenares de sacas y las llevaron a la cubierta.
Soltaron dos de los botes y los llenaron con todas las que pudieron. Cada una pesaba 7 y 8 kgrs. Tras asegurarlos por el lado de babor, dos de ellos bajaron a la bodega y con una pica comenzaron a golpear el casco para que entrara el agua. Poco tardó la bodega en llenarse hasta las rodillas y rápidamente salieron de allí.
Se lanzaron a los dos botes y se soltaron de un hachazo pues el Earl of Sandwich ya se ladeaba peligrosamente. La costa estaba ya mucho más cerca, casi a una milla y no se habían dado cuenta de que estaban siendo empujados por la marea. Remaron y se alejaron hacia la costa todo lo rápido que pudieron.
Llegaron a la costa y vararon los dos botes en la arena amarilla de la playa. No parecía que nadie les viera y aprovecharon para esconder en unas rocas gran parte de las bolsas. Abrieron las necesarias, pues no tenía sentido abrir las de oro sino solo las de monedas de plata.
Se internaron y de repente oyeron un golpe fuerte, miraron desde un penacho y era el navío golpeado las rocas de la costa mientras se hacía añicos. No se percataron pero del navío se bajó el grumete que se había subido al palo mayor desde donde lo vio todo.
Los malnacidos se dirigieron al puerto de Waterford para comprar víveres y ropa seca. Con algunas de las monedas de plata española pagaron pero no se percataron de que estaban despertando demasiadas sospechas.
Capítulo 4
La historia que les he narrado fue absolutamente real aunque me he permitido alguna licencia que otra. Finalmente el grumete Gillespie llegó a Waterford y denunció lo sucedido, si bien ya habían fundadas sospechas sobre aquellos extraños portando tantas mondadas.
El sheriff de la ciudad emitió una orden de busca y captura que llegó a Dublín a donde habían ido los cuatro asesinos. Capturados de inmediato confesaron y se les colgó en una horca a la vista de todos para que sirviera de escarmiento.
En la costa de Waterford solo quedaban los restos del navío y decenas de pipas de vino de Tenerife rociando la costa irlandesa. Enseguida las autoridades organizaron una búsqueda de las sacas de monedas de oro y plata. Por supuesto que no las encontraron todas y por ello desde ese año de 1765 esa zona es conocida como Dollar Bay y cada año los colegios de la zona montan juegos para buscar las monedas de naufragio.
La historia dejó anotado que estas sacas eran la fortuna del desgraciado George Glas pero la realidad es que éstas eran de Juan Cólogan Blanco que las enviaba a Londres de contrabando.
George, su bella mujer y su joven hija te agradecen que les recuerdes y que no olvides nunca a quienes fueron sus sanguinarios asesinos. Ese fue su deseo y yo decidí cumplirlo.