El imperio español se extendió desde el Paso de Magallanes hasta La Luisiana norteamericana. Tan inmensos eran los territorios americanos que tuvieron que ser divididos en virreinatos, equivalentes en tamaño a cualquier gran país europeo.
Disponían de una administración eficaz y digna de elogio, pues pese al férreo control de la Corona, se gestionaban con cierta independencia. Eso sí, eficaz en su contexto, porque no podremos compararlo jamás a lo que conocemos. La Corona, que es la misma que ahora nos acoge, se nutría de una savia muy específica y sólida: la plata y, en menor medida, el oro, que pronto se terminarían. Ese era el combustible que mantenía el orden y la lealtad en la nación, y no el honor a la patria y a la bandera.
Cada año llegaban hasta Cádiz múltiples navíos de guerra desde los puertos de Campeche, La Habana, Cartagena o Buenos Aires, almacenando en sus bodegas uno, dos, tres o más millones de reales de plata. Una vez desembarcados se ingresaban en el sistema financiero español para el mantenimiento de esa estabilidad. El dinero se fabricaba en las conocidas “Cecas” o Casas de Monedas establecidas por la monarquía en los virreinatos.
El dinero que llegaba podía ser para el rey o para el comercio, es decir, para la guerra y el Estado o traído por comerciantes para engrosar sus negocios en la metrópoli. Era como tener una máquina de imprimir billetes en América que, cuando hacía falta, se encendía. Pero daba igual que el dinero fuera para el monarca o para el negocio particular, lo importante es que llegara, porque la riqueza nacional y la balanza de pagos se equilibraban gracias a esa plata o, para ser más claro, era como estar enganchado a una droga que si no llegaba iniciaba un síndrome de abstinencia.
Por aquel entonces había países muy fabriles con una economía basada en el comercio libre, donde la riqueza la generaba la empresa privada. En España, sin embargo, el comercio estaba restringido a la Flota, es decir, al Estado, y se lo jugaba todo a que llegase aquella plata; si no lo hacía, el engranaje se paraba. De hecho, la decisión de que España se involucrara en una guerra se tomaba después de la llegada de “la Flota de Indias”, pues permitía arrancar el conflicto con solvencia, es decir, disponer del dinero suficiente para comprar cañones en Europa, hacer barcos en astilleros repartidos por el mundo y pagar a los soldados.
Haciendo un símil, entonces éramos como hoy Venezuela, que sobrevive por el petróleo y no deja que otro tipo de economía prospere, porque todo lo controla el Estado que depende del petróleo de PDVSA: un desastre económico asegurado.
Para entenderlo mejor, lo ilustraré con una carta de 1765, un año de preguerra con los ingleses molestándonos por las Américas con lo que fuera. España, siempre a lo suyo, miraba al horizonte desde Cádiz, deseando que un nuevo regalo llegara por el horizonte. En ese puerto andaluz vivían dos hermanos de ascendencia irlandesa: Eduardo y Jacobo Gough, que escribían regularmente a su tío en Tenerife para informarle de todo lo que acontecía y que en cada carta mencionaban la llegada de plata.
“El Navío de Guerra desde Veracruz llegó este 24 de agosto, junto con la fragata “Nuestra Señora de La Concepción” alias “el Punto Fijo” que procede de Buenos Aires, y dos barcos de registro más desde Cartagena. Trajeron entre todos ellos cerca de nueve millones en dinero, que es menos de lo esperado; supimos por la Habana que la Flota se encontraba en los alrededores de Campeche el 10 de mayo, yendo a salvo a Veracruz, y los esperamos muy pronto. El Navío de guerra “Aquiles” llegó con dos millones por cuenta del Rey; los barcos de los Mares del Sur llegarán en poco tiempo y también el Navío de Guerra “Magnánimo” desde Buenos Aires con el registro de dinero perteneciente a la fragata “Venus” que estuvo detenida allí y que se dirigirá hacia Tenerife. Todos estos suministros son muy deseados para animar nuestro comercio, que viene trabajado últimamente bajo una grande escasez vista la ausencia de dinero”.
Cartas como estas eran frecuentes entre Tenerife y Cádiz, pues ambos puntos formaban parte de la ruta del dinero. Y cada vez que en esas cartas se nombra un navío, indago para saber quién era su capitán, quiénes sus marinos y qué rutas seguían, pues es una forma de viajar al pasado y entender esos tiempos. Pero no echo de menos esos años porque, aunque pudiera parecer una época romántica, no lo fue en absoluto: España era, sobre todo en la Península y en las islas Canarias, una nación pobre de espíritu, en el sentido de que nos volcamos en mantener un imperio a costa de demasiadas cosas absurdas, como el poder.
La emigración salvaje y forzosa de españoles para rellenar enormes territorios inexplorados, miles de familias rotas por las múltiples campañas y cientos, si no miles, de barcos perdidos con sus tripulaciones, dejaron a España despoblada a golpe de decreto real, y todo, ¿para qué?, ¿para que llegara más plata que nunca fue a esas familias? Bueno, lo cierto es que así se mantenían y aún se mantienen los imperios, pero así es la historia.