Todas las mañanas amanecía marcialmente como una estatua en la amura de babor. No era muy alto pero su figura me imponía muchísimo. Hablaba muy poco y solo me regalaba, y muy de vez en cuando, una leve mueca de sonrisa. Dentro de su habitual tristeza esa mañana del 27 de agosto de 1815 fue algo diferente. El HMS Northumberland ya llevaba más de diez días de navegación desde su salida de Torquay en Inglaterra y, tras una escala obligada en Funchal donde cargamos víveres, agua y una buena ración de Madeira, estábamos prestos para atravesar las Islas Canarias con rumbo sur hacia nuestro destino en la Isla de Santa Helena, su prisión.
Ese día, que si no me falla la memoria, el gran emperador amaneció algo más animado y extrañamente esta vez en la amura de estribor. Como a cosa de las ocho de la mañana divisamos una pequeña y bella isla que llamaban Gomera pero tras ella, y majestuoso como el faro de Alejandría la protegía un volcán que por entonces lucia un bello manto blanco resplandeciente. Era la isla de Tenerife que se ocultaba tras la Gomera y el volcán era el Teide.
Nunca mas le vi hacer aquel gesto que no olvidare. Fue entonces cuando Napoleón saco la mano de su pecho y lo señaló sonriéndome como si fuera un niño. Nunca antes y creo que nunca después le volví a ver semejante sonrisa.
La última vez que volví a ver aquella imponente mole fue veinte años después, en 1840, navegando rumbo norte en la enlutada fragata Belle Poulle mientras el gran emperador yacía en cubierta dentro de una simple caja de madera. Esa vez pude desembarcar en aquella isla, la nieve ya no estaba pero eche de menos su sonrisa.
Carlos Cólogan Soriano
Carlos Cólogan Soriano