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1898. Un cotillón en Pekín (por Fernando de Anton del Olmet)

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Estábamos en casa de Mme. Knobel, señora del ministro de Holanda en Pekín. Era un día de carnaval. Tomábamos el té, y las damas del Cuerpo Diplomático se quejaban de la tristeza de aquella corte celeste, recordando con envidia las tan alegres y animadas fiestas europeas en los días de carnaval. De pronto, alguien propuso la idea de un cotillón masqué improvisado. Las damas la acogieron con júbilo, y yo fui encargado de su realización.

¡Triste recuerdo! Fui a la Legación de Francia a proponer el proyecto de las damas a Mme. Pichón. Ella, por no tener hijos, podía más fácilmente que otras dar la fiesta en su casa, de improviso Mme. Pichón siempre cariñosa, “no deseaba otra cosa”. Pero, ¿cómo improvisar un cotillón en Pekín? El problema, sin embargo fue resuelto. No hay imposibles para una mujer amable cuando se trata de una fiesta divertida. Pocas horas después, el parque de la Legación francesa se veía invadido por carretas chinas. Madame Pichón, con todo el personal de la Legación, volvía de recorrer los almacenes europeos de Pekín, la tienda japonesa, los establecimientos chinos. Hasta las barracas de las ferias permanentes de la capital, escondidas en las tortuosas calles del barrio chino, llenas de letreros y linternas fantásticas, todo había sido rebuscado.

De las carretas, paradas en el patio, los criados chinos, vestidos con largas túnicas bordadas de seda, sacaban paquetes y objetos. Eran monstruos de cartón: Animales feroces, como dragones, o inocentes, como mariposas; lanzas, espadas y otras armas sanguinarias, de madera y papel dorado, siniestra contradicción del destino; las infinitas chucherías del país: abanicos, porcelanas, sombrillas, linternas; todo caprichoso, abigarrado, fantástico. Mme. Pichón, muy atareada, dirigía la maniobra. El ministro de Francia, divertido, sonreía, y amablemente, con la especial amabilidad de los miopes, ayudaba.

Al día siguiente se preparaba la casa y se lanzaban las invitaciones. Era preciso que resultara una fiesta divertida, y todos debíamos trabajar por ello. Nosotros, los hombres, gravemente dibujábamos y  combinábamos las figuras del cotillón, inventábamos algunas con alusiones al país, ordenábamos todo para que el baile no cesase un momento. Y echada la última ojeada sobre todo, nos retirábamos para vestirnos caprichosamente, el que menos de frac rojo y calzón corto.

¡Qué comida tan alegre, en la intimidad, la que precedió al baile! Estábamos allí los que habíamos intervenido en la fiesta, ayudando a los dueños de la casa. Mme. Pichón y el ministro de Francia sentían de vez en cuando cierto temor por el resultado del cotillón, y me hacían a mi responsable de la cosa. Y el Sr. Cólogan, le doyen, reía. No temía él el fracaso. No hay nada que resulte mejor que lo imprevisto. Y así fue.

La comida acabada, tomamos el café en la galería de cristales, para ver desde allí la llegada de las damas. El jardín, bajo el cielo esplendido de Oriente, estaba todo sembrado de linternas de papel con grandes caracteres rojos, sostenidas sobre un caprichoso trípode de caña. Las damas, puntuales, deseosas de divertirse, acudían presurosas a la cita. Precedidas de «un mafú» u hombre a caballo, encerradas en los chinescos palanquines forrados de seda, se las veía desfilar rápidamente, llevadas en andas por cuatro vigorosos porteurs. Sus siluetas cruzaban furtivas, se adivinaban más que se veían. Las sillas iban entrando en el salón.

A la ilusión fantástica de las sombras chinescas del jardín sucedía la sorpresa. Aquellas damas jóvenes, bellas, elegantes, escotadas bajo los caprichosos capuchones, cubiertas de piedras, adornadas con ricas telas y transparentes encajes, parecían figurines de París o de Londres. Y los salones de la Legación de Francia, cubiertos de tapices y objetos de arte, lujosamente amueblados, parecían los de una embajada de San Petersburgo o de Viena. Una mano hábil y vigorosa arrancaba del piano las vibrantes notas de un vals. Las parejas se sentían arrastradas. La segunda ilusión era completa. Nos encontrábamos de pronto transportados a Europa, en el seno de la civilización lejana.

Y todos, con animación loca, tomaban parte en el baile. El Sr. Cólogan, decano del cuerpo diplomático, ministro de España, tan digno, tan caballero, bailaba un rigodón, y bailaban como él los más graves diplomáticos, por cuyas manos pasaron horas antes grandes asuntos de estados. Yo dirigía el cotillón con Mme. Pichón. Al principio ella y yo tomábamos en serio nuestro papel; pero bien pronto nos dejamos arrastrar por el vértigo general, y dirigíamos un cotillón vertiginoso, fantástico, loco. Era tal nuestro cansancio, que no podíamos dirigir la última figura. El ministro de Holanda Mr. Knobel, y la baronesa de Hey-King, mujer del ministro de Alemania, nos reemplazaron, dirigiendo la farándole finale.Mientras nosotros corríamos a ver si estaba la cena preparada.

Cena más divertida no fue vista jamás. Servida en mesitas, los más íntimos cenaban juntos, bromeaban en absoluta confianza. Recuerdo de aquella inolvidable fiesta es el grupo fotográfico que entonces se hizo de cuantos en ella tomaron parte, y cuya reproducción aparece en la página 100 de este número.

Comenzando por la línea interior, de izquierda a derecha del lector, están sentados sobre una piel: el Barón de Vitale, intérprete de la Legación de Italia: Mr. Doesberg, intérprete de la Legación de Holanda; Mr. Oliphant, vicecónsul de Inglaterra, muerto en el ataque de las legaciones en julio, y el Sr. de Luca, oficial de aduanas Imperiales de Pekín e hijo de un antiguo ministro de Italia en Pekín.

Detrás aparecen sentados: Sir Claude Macdonald, ministro de Inglaterra; lady Macdonald; Mme. de Prittwitz, señora del Secretario de Alemania; la niña de Ivi Macdonald; la marquesa Salvago, señora del ministro de Italia; la baronesa de Hey-King, señora del ministro de Alemania; Mme. De Giers, señora del ministro de Rusia; Mme. Berteaux, señora del Canciller de la Legación de Francia, y Mme. Dalton, dama de Tien-Tsin.
Detrás están, de pie, Mme. Brazier, señora del Oficial mayor de las Aduanas Imperiales; míster Bax-Ironside, primer secretario de Inglaterra; Mr. Squiers, secretario de los Estados Unidos; Mme. Pichón, señora del ministro de Francia; Sr. Fumio Jano, ministro del Japón; el barón Czickan, Ministro de Austria; Mme. Knobel, señora del ministro de Holanda; D. Fernando de Antón del Olmet, secretario de España; D. Bernardo J. de Cólogan, ministro de España, decano del Cuerpo diplomático; Mr. de Rosthorn, secretario de Austria; Mr. de Solovieff, secretario de Rusia; Mme. De Rosthorn; el barón de Hey-King, ministro de Alemania; Dr. Matignon, de la Legación de Francia, y el marqués Salvago, ministro de Italia.
En el último término se hallan Mr. Lauru, oficial de las Aduanas imperiales; Mr. Le Brun, secretario de Francia; Mr. Ketteles, vicecónsul de Bélgica: Mr. Bethel, oficial de las Aduanas imperiales; Mr. Tours, canciller de la Legación de Inglaterra; Mr. Lecomte, intérprete de la Legación de Francia; el honorable Grovesnor, hijo de Lord Grovesnor, secretario de Inglaterra, suicidado hace unos días en Viena, y el caballero de Wouters, consejero europeo del Tsungli-Yamen.


Fernando de Anton [bigote] y Bernardo Cólogan [de moro]

¡Sarcasmos de la suerte! Poco después de un año, la mayor parte de los que allí estábamos sufrían el largo, el espantoso martirio del que los telegramas nos daban cuenta. Todas aquellas damas tan bellas, tan amables, amigas tan cariñosas; todos aquellos hombres, colegas y amigos queridos, compañeros las unos y los otros de destierro, están allí, en Pekín. Dios sabe cómo, pero de tal manera que pensarlo causa horror. ¡Cuántas veces, ahora, ha venido a mi memoria el recuerdo de aquel cotillón masqué! ¡Cuántas veces también, en las horas de indecible angustia, habrá venido a la memoria de las victimas de Pekín el mismo recuerdo, y cuan siniestramente habrán resonado en sus oídos aquellas notas tan vivaces de aquel baile tan alegre! Y a los que por si acaso nos hemos librado de tanto horror, al recordar aquel baile nos parece ser víctimas de una cruel pesadilla. No todo son fiestas y cotillones, tocados y uniformes, condecoraciones y banquetes en la vida del diplomático.

Firmado: Fernando de Antón del Olmet




Publicado en la Ilustración Española y Americana del 22 de agosto de 1900, pag. 103

Carlos Cólogan Soriano
cologanmorales@gmail.com

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