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Presentación del libro "Un corsario al Servicio de Benjamin Franklin"

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Si me hubieran dicho hace cuatro años que hoy me encontraría aquí hablando de una historia sobre un corsario en la que estaban implicados los comerciantes de Tenerife, algunos de los padres fundadores de los Estados Unidos y, de refilón, varios miembros de la familia Gálvez pensaría que estaba soñando. Pero lo cierto es que así es y aún no salgo de mi asombro al mirar atrás y ver lo que me ha traído hasta este día.



Este relato, construido sobre la base de las cartas guardadas en los archivos de mi familia, no es más que un trocito de lo que fue nuestra isla en tiempos pretéritos. Comercio, intercambio, escala de viajes y otros muchos más aspectos que se han quedado para el recuerdo. Pero el destino es curioso pues este relato nos viene como anillo al dedo para los tiempos que ahora vivimos.


El vino, nuestro vino, ese artículo del cual nos sentimos tan orgullosos fue, durante décadas por no decir siglos, la carta de presentación de nuestras islas. Ahora lo es el turismo o si se quiere, dentro del sector primario, los plátanos o el tomate, pero antes siempre fue: el vino.

De él nos sentimos muy orgullosos porque hasta los más afamados hablaban sobre sus cualidades, desde Shakespeare a Jefferson pasando por los centenares de navíos de comercio y de exploración que lo cargaban en nuestros puertos para sus largas travesías. Un ejemplo de ellos, cuyo embarque se muestra en el libro, fue la Bounty que siglos después se convirtió incluso en una película de éxito. Los ecos de su fama fueron tales que desde hace décadas, nos hemos recreado en el persistente rumor que cuenta que nuestros vinos pudieron emplearse en el brindis de la celebración de la independencia americana del 4 de julio de 1776. Pues bien, si eso fuera cierto, cosa muy probable, solo sería la guinda de un hermoso cuadro que creo aún desconocemos y del que hoy brevemente mostraremos algunas pinceladas.

Hace más de doscientos cincuenta años vendíamos nuestros vinos en Londres, Hamburgo, en Nantes y en Dunquerque, en Cádiz, Génova, en Filadelfia, Boston y en Nueva York, la Habana y en un sinfín de puertos a ambos lados del atlántico. Lo hacíamos sin tener los modernos puertos que actualmente acogen trasatlánticos, ni rápidos navíos además de herramientas como el correo electrónico y por no decir, a una generación formada y especializada en su comercio, la enología, el marketing y otras disciplinas necesarias para conseguir el éxito. 

Si esto es así, ¿porque antes si que teníamos éxito y ahora nos cuenta tanto? La pregunta es clave pero creo que lo más acertado sería reconocer dos cosas. Que antes no eran tan inexpertos como podríamos pensar, cosa frecuente cuando se mira atrás y que ahora tampoco estamos tan preparados como creemos pues la competencia es la que lo decide y no nuestro propio juicio.

Antes no había más marca comercial que mencionar que el vino era de Tenerife o bien de las Islas Canarias, y con eso bastaba. Como el cosechero no había estado nunca en Londres ni en Nueva York ya se ocupaba el comercializador en tener en esos puertos a distribuidores que gestionaban la venta y por supuesto mantener un permanente contacto con Tenerife para seguir la evolución de esos mercados.

Además, tengamos en cuenta que una travesía desde Santa Cruz de Tenerife hasta Londres podía llevarse más de 30 días de navegación. Eso claro, si un temporal no hundía el bergantín, o que un corsario lo abordara o simplemente que la carga se moviera desparramándose por las bodegas. A todo eso había que añadir las mil trabas que, a la salida, imponía la casa de la Aduana a la compañía exportadora.

Pero había algo que los comerciantes canarios si sabían hacer y muy bien además y era vender en el destino. Zapatero a tus zapatos como se suele decir, el inglés que compraba el vino lo hacía a un aparente inglés detrás del cual había siempre un canario. El vino lo conocían como Canary Sack, Malmsey, Vidonia y un sinfín de denominaciones que lo identificaban con una misma y única procedencia, las Islas Canarias. Se daba incluso el caso de que varias de las embajadas de España en Europa recibían, por cortesía de los comerciantes los mejores vinos en agradecimiento a sus gestiones. Las mismas casas de comercio participadas por canarios conseguían además que se les designaran agentes comerciales de los navíos de su Majestad Británica en nuestras islas, en fin, se introducían en los mercados de destino con gran inteligencia. Por supuesto todos ellos hablaban inglés, francés y lo que hiciera falta y si también había que “tocar” al mismísimo Benjamin Franklin para que intercediera en sus asuntos, se hacía y punto.

Pero, ¿acaso no teníamos rivales con los que competir?, desde luego que sí, pero éramos muy competitivos y desde la atalaya de las islas dominábamos el atlántico de una manera que nunca antes se había visto. Ahora, vamos a las ferias y mostramos nuestros vinos pero percibimos que la competencia los tiene igualmente magníficos y además por centenares, con una variedad infinita, con gran calidad, con un marketing muy refinado y procedentes de los lugares más remotos de la tierra, desde Nueva Zelanda hasta Chile. Ahora la distancia ha dejado de ser un problema y la competencia es mundial cuando antes solo era atlántica. Digo todo esto por lo que todos saben, debemos proyectar nuestros esfuerzos hacia el exterior y no hacia el municipio vecino, pues no deberíamos competir entre nosotros.

Ustedes dirán, ¿porque les cuento esto?, es sencillo, solo hay que estudiar nuestra historia y extraer de ella las conclusiones. El vino sigue siendo rojo o blanco según el caso y se vende en botellas, y si hace 250 años los hicimos fenomenal, ¿porque ahora no nos ponemos de acuerdo en como hacerlo? La siguiente conclusión es obvia, tengamos la humildad de estudiar como lo hicieron entonces y decidamos como hay que hacerlo ahora, estudiemos sus estrategias y sus argucias y apliquémoslas al presente con las herramientas que ahora disponemos. Para eso sirve la historia, para aprender de ella y, para frecuentemente, no tropezar con la misma piedra.

Pero lo cierto es que no estamos aquí para hablar solo de vino, si bien este era el fondo de nuestro comercio y el que nos puso en el mapa. Sin embargo la historia muestra que ciertos mercados, como el del vino, ya estaban globalizados en el siglo 18. 

Frecuentemente la historia de las islas se vincula a los ilustres científicos, naturalistas y escritores que nos visitaron atraídos por nuestra privilegiada naturaleza. Desde Humboldt, pasando por Billardiere, por el capitán James Cook hasta la mismísima Agatha Christie. Todos ellos hicieron de las islas un lugar de referencia en sus países que finalmente redundó en el turismo que hoy conocemos.

Lamentablemente en todo este asunto nos olvidamos de nuestros comerciantes, aquellas empresas familiares que a lo largo de los siglos arriesgaron sus fortunas abriendo mercados en Europa y en América. Primero con la caña de azúcar, luego con el vino, la orchilla y más recientemente con el tomate y el plátano. Todos ellos productos de exportación que dieron de comer a numerosas generaciones y que desde luego enriquecieron a los comerciantes pero que al tiempo consiguieron que el nombre de las islas se difundiera en lugares muy remotos.

Uno de esos lugares era Filadelfia a finales del siglo 18. En aquella ciudad, la mayor de los Estados Unidos en su tiempo, nuestros vinos se descargaban en su puerto casi con una frecuencia mensual por no decir semanal. Desde el Puerto de La Cruz de La Orotava partían los navíos que, tras una escala en Funchal, Madeira, proseguían su ruta hacia Norteamérica. 

Allí se desembarcaban como aparentes vinos Madeirenses y que nosotros aquí conocíamos como falsos madeiras. El principal comprador aquellos vinos era una de las mayores empresas de ese país, la compañía Willing & Morris. Robert Morris, su principal accionista, una vez descargaba el vino, nos devolvía los barcos cargando en sus bodegas duelas de roble americano con las que luego nuestros carpinteros y herreros fabricaban barricas y toneles, para nuevamente almacenar y exportar la siguiente partida. 

Como se aprecia, era un circuito de comercio perfecto. Otras muchas veces, si la temporada en Canarias había sido muy seca, lo complementaban cargando en Filadelfia sacas de cereales que se vendían a muy buen precio en las islas. Como se ve, el comercio, es decir el negocio, era tanto de ida como de vuelta.

Todo esto, lógicamente, se hacía de espaldas a los ingleses que nos habían prohibido el comercio directo con sus colonias Norteamericanas. Pues bien, ese comercio con Filadelfia se había iniciado en 1765 y duró hasta 1790. En medio de estas dos fechas está la guerra de la independencia norteamericana y el germen de lo que ahora conocemos como los Estados Unidos. Nunca antes se supo del alcance de este comercio con América y menos con estas personas tan relevantes. De hecho se mantuvo en secreto pues el riesgo asumido por los comerciantes era enorme. Ni Álvarez Rixo ni Lope Antonio de la Guerra, ambos cronistas de su tiempo, consiguieron saber lo que se cocinaba dentro de aquellas casas comerciales. Ahora 250 años después, tras acceder a los archivos descubrimos este desconocido comercio que ensancha mucho más nuestra historia.

Pero una pregunta, ¿quien era ese señor Morris? Aquí he de reconocer mi ignorancia cuando comencé a leer sus primeras cartas. Robert Morris era el gran financiero de la guerra de la independencia americana y la persona más relevante junto al general George Washington y al diplomático Benjamin Franklin. Pues bien, con él y con su empresa, comerciamos los tinerfeños durante casi tres décadas. Esos tres personajes mencionados conforman el tridente de la victoria de las trece colonias frente a los ingleses. George Washington en su condición de comandante que dirigió los ejércitos, Benjamin Franklin responsable de conseguir la ayuda de España y de Francia y el tercero, Robert Morris quien obtenía y canalizaba los fondos necesarios para pagar a las tropas y los ingentes suministros demandados.

Pero entonces los corsarios, ¿qué papel jugaban en todo esto?, pues uno muy complicado, combatir a los mercantes ingleses robándoles lo que podían para luego trasladarlo a los puertos españoles o a los norteamericanos de Boston y Filadelfia donde éstos se vendían. ¿Que tenía esto que ver con Benjamin Franklin?, pues muy sencillo; que las patentes de corso las daba el propio Franklin desde París donde por entonces trataba de conseguir la ayuda europea tan necesaria para ganar la guerra.

¿En ese tiempo qué sucedía con el comercio marítimo canario?, pues que con frecuencia nuestros navíos en su ruta hacia Europa y especialmente los que se dirigían o venían de Londres eran atacados con pleno conocimiento de su nacionalidad. Tras la captura muchos de nuestros navíos terminaban siendo subastados en los puertos americanos. Eso evidentemente era un problema que lo resolvíamos a veces de una manera muy curiosa.


Teresa Valcarce entrega el libro a Douglas Bradburn, director del National Library for the Study of George Washington at Mount Vernon


Lo que hacíamos era simple pero arriesgado. Tras conocer que el navío estaba en América y se reconocía la tropelía cometida por el corsario al asaltar un navío neutral, le indicábamos al Sr. Morris que lo atendiera el mismo y se ocupara de la venta de su carga, que en circunstancias normales se repartía en tres partes, el gobierno americano, el capitán y su tripulación. 

En este caso los fondos obtenidos se los quedaba el propio Morris como un préstamo de los comerciantes de Canarias al gobierno americano y luego ese capital con sus correspondientes intereses los cobrábamos directamente en París por medio del señor Franklin. 

Esto último lo atestiguan las cartas que se muestran en el libro, pero la realidad de aquella época era aún mucho más compleja y no hay tiempo de contarla en este momento. Lo que si que es cierto es que el comercio de Tenerife con Filadelfia en 1776 era intenso, y que la relación con Franklin, Morris y otros padres fundadores americanos existió y fue dilatada. Pero de ahí a decir que el vino del brindis de aquel 4 de julio de 1776 era de Tenerife, solo se podrá saber indagando más certeramente en los archivos de aquellos años. En cualquier caso, este contacto con los padres fundadores de los Estados Unidos no lo puede ofrecer otro lugar como lo hace Tenerife y por ello merece una completa investigación.

En todo este escenario bélico de confrontación mundial, la aparición de varios miembros de la familia Gálvez fue determinante.

Don Matías de Gálvez y su hijo el gran Bernardo de Gálvez, entran en escena con los mismos comerciantes del Puerto de La Cruz. La estancia de don Matías en el Valle de La Orotava desde 1757 a 1778 y de su joven hijo está casi olvidada en nuestra isla. Pero lo que se desconoce absolutamente es la íntima relación que don Matías mantuvo hasta el final de sus días como virrey de Nueva España con sus amigos de Tenerife. 

Concretamente la ayuda que prestaron padre e hijo a los comerciantes de Tenerife por un asunto de un pleito que se dirimía en Madrid es muy significativa de aquel compromiso. Este hecho que sirve de hilo conductor del libro se mezcla con algo de mucho más calado como fue el hecho de la emigración forzada de los canarios y los malagueños a la Luisiana durante el último cuarto del siglo 18. Los Isleños, como allí se hacen llamar, son los descendientes de aquellos emigrantes y que aún hoy en día mantienen su vinculación con nuestras islas.

Todo esto toma ahora más relevancia cuando don Bernardo de Gálvez está camino de ser reconocido como uno de los ocho extranjeros que en la historia de los Estados Unidos tiene la consideración de Ciudadano Honorífico. Por ello creo que es el momento de hacer justicia en Tenerife tanto con él como con su padre. Aunque sea al menos en recuerdo y homenaje a los miles de isleños que fueron allá por orden de ambos para poblar las vastas llanuras de la Luisiana. 

Para refrendar esto, está aquí con nosotros don Manuel Olmedo Checa, malagueño como los Gálvez y el culpable, dicho esto lógicamente entre comillas, de que la figura de don Bernardo se recupere en España. Fue él, el descubridor de los documentos de 1783 que atestiguaban la determinación del Congreso Americano para colgar su retrato en las paredes del congreso en gratitud por los méritos alcanzados durante la guerra de la independencia. 

La cuestión es, ¿si el congreso americano le reconoce?, ¿cómo es posible que aquí nosotros lo olvidemos?, pero peor aún, ¿como es posible hacerlo si gran parte de aquellos batallones estaban constituidos con jóvenes de Málaga y de las islas de Tenerife y de Gran Canaria?

Digo todo esto y no adelanto nada más de los comerciantes del Puerto de La Cruz que son los verdaderos protagonistas de este libro. Cuando lo terminen de leer es posible que se les quede, como a mí, el regusto de que solo conocemos un pequeño porcentaje de la historia y que todo está por descubrir.

En todo esto alguien se puede preguntar que tienen que ver los irlandeses, pues mucho pues además de la consabida ascendencia irlandesa de los comerciantes canarios, quiero reseñar que el corsario del que trata el libro había nacido en Irlanda al igual que otros tantos comerciantes de Filadelfia, ello sin contar a destacados agentes y militares al servicio de las colonias. Todo ello es motivo de orgullo para Irlanda y por ello se justifica la presencia y aprovecho para dar mi agradecimiento al embajador Justin Harman quien les representa en este acto.

Para terminar solo una conclusión. El estudio de los comerciantes canarios del siglo 18 es humildemente, un pozo de sabiduría y de buen hacer en el comercio y una mina para la gran historia de las Islas Canarias y tengo la sensación de que esto no es más que el principio de muchas y muy emocionantes historias.

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