Reconozco mi completa fascinación por la segunda mitad del siglo XVIII. Tal vez porque en ese período se mezclaron los ingredientes que dieron lugar al mundo moderno. Por una parte emergió la ilustración, un movimiento intelectual de ámbito europeo. Gracias a esta nueva visión del mundo, más científica y moderna, tomaron forma las ideas que dieron lugar a la fundación de la nueva nación americana y a que irrumpiera la Revolución Francesa. Por tanto, ambos eventos, que de alguna forma he querido incorporar a este trabajo, son la evidencia de que el mundo encaraba una nueva era donde la razón y la ciencia iban a determinar quienes debían ostentar la supremacía económica y cultural.
Además, tras la Guerra de la Independencia Americana, la economía mundial resurge vigorosa y el comercio, que ya era globalizado, pasó a ser dominado por el mundo anglosajón con el Reino Unido a la cabeza y unos Estados Unidos como la nueva gran nación Americana. A todo esto se incorporan a la escena mundial las colonias orientales de Inglaterra como eran India y China y también Australia.
En todo ese proceso, las Islas Canarias fueron testigos privilegiados de cada uno de estos hechos. Por una parte porque recibimos en sus viajes a los más grandes exploradores del XVIII como el capitán James Cook, La Pérouse, Borda, Bligh, Vancouver, los navíos de la First Fleet y un sinfín más de destacados marinos y científicos que dejaron huella en las Islas Canarias y cuyo legado aún perdura. Estas escalas, como ha quedado suficientemente acreditado, se debieron a la especial geolocalización de las islas y a las adecuadas condiciones para el abastecimiento de vinos y de otros suministros tan necesarios para el movimiento marítimo de aquel tiempo.
Pero además de estas circunstancias, y gracias al dinamismo exportador vitivinícola que mantuvo Tenerife a finales del siglo XVIII, posibilitó que los exportadores locales pudieran tejer una red de relaciones comerciales inédita hasta entonces. La oportunidad de poder relatar, en un mismo texto, a personajes de la talla de George Washington, Robert Morris, Benjamin Franklin, el rey Carlos III, ministros como Floridablanca, embajadores como Aranda, virreyes como los Gálvez o Branciforte, a los que se unirán también lo más granado de la Marina Real Británica como el conde de Sandwich, John Jervis, Horacio Nelson y ni que decir de los nobles franceses en el exilio, eso sólo lo puede hacer algo común a todos como lo fue el vino de Tenerife.
Por tanto, es de justicia decir que el vino de Tenerife o Tenerife Wine fue nuestra mejor divisa y casi nuestra única carta de presentación en el mundo. Por supuesto que también gracias a los vinos nuestra isla se mantuvo a flote económicamente durante el siglo XVIII. Porque hay que recordar que sin la exportación de vinos era imposible disponer de madera para duelas y mucho más, sin este era imposible poder luego importar los necesarios cereales cuando las sequías secaban nuestros campos. Ni que decir que sin vino no habría sido tampoco posible traer los productos manufacturados que desde Londres o Hamburgo llegaban para nuestras casas. Por tanto sin vino tampoco habríamos tenido telas, sedas, herramientas, carne, pescado salado, órganos para las iglesias, plata labrada, figuras religiosas para las iglesias, o simplemente cera o el peculiar spermacetum de ballenas con el que iluminar las noches.
¿Sería exagerado decir que el vino nos salvó de la ruina?, no, ni mucho menos. El vino fue la tabla de salvación en todos los sentidos pero por encima de todo nos permitió ser relevantes en un mundo globalizado. Estábamos en el mapa, como se suele decir, y tan era así que nos conocieron como las islas del vino. Aunque sea anecdótico si que es razonable decir que el vino de Tenerife, como posiblemente los de Cádiz y Málaga eran los únicos productos agrícolas españoles que se embarcaban hacia América.
Desde ahora cuando degustemos nuestros vinos, podremos decir que George Washington los bebía prescritos como una medicina. Cuando los degustemos sabremos que la British Navy los empleaba para dar de beber a su marinería y que el ejército inglés y el americano también lo hacían. Lo cierto es que el vino de Tenerife fue mucho más que una bebida, fue una garantía para la supervivencia de marinos y de soldados y tal vez muchos de ellos si bien nuestros enemigos no por ello debemos sentirnos menos orgullosos.
Es conveniente recordar que esta memoria recuperada, estos recuerdos, han llegado a nosotros sólo a través de una familia de comerciantes que, desde luego, no era la única que tuvo Tenerife, ni mucho menos. Si este trabajo, tal vez excesivamente condensado, es así de rico en historias de vinos, imagínense lo que pudo haber sido este comercio si alguna vez pudiéramos llegar a conocer los archivos de otras casas de comercio ya desaparecidas. Este pensamiento me lleva a pensar que sólo conocemos un pequeño porcentaje de lo realmente sucedido y pese a que soy consciente de que este volumen no va a cambiar nada de la historia ya escrita, tal vez si que nos haga reflexionar sobre todo lo que nos habríamos perdido si ésto no se hubiera conservado. Pero por encima de todo lo dicho lo realmente importante, al rescatar esta memoria de los vinos de Tenerife, se condensa en el proverbio que dice, si no sabes a dónde vas, al menos debes saber de dónde vienes.
Carlos Cólogan Soriano
Además, tras la Guerra de la Independencia Americana, la economía mundial resurge vigorosa y el comercio, que ya era globalizado, pasó a ser dominado por el mundo anglosajón con el Reino Unido a la cabeza y unos Estados Unidos como la nueva gran nación Americana. A todo esto se incorporan a la escena mundial las colonias orientales de Inglaterra como eran India y China y también Australia.
En todo ese proceso, las Islas Canarias fueron testigos privilegiados de cada uno de estos hechos. Por una parte porque recibimos en sus viajes a los más grandes exploradores del XVIII como el capitán James Cook, La Pérouse, Borda, Bligh, Vancouver, los navíos de la First Fleet y un sinfín más de destacados marinos y científicos que dejaron huella en las Islas Canarias y cuyo legado aún perdura. Estas escalas, como ha quedado suficientemente acreditado, se debieron a la especial geolocalización de las islas y a las adecuadas condiciones para el abastecimiento de vinos y de otros suministros tan necesarios para el movimiento marítimo de aquel tiempo.
Pero además de estas circunstancias, y gracias al dinamismo exportador vitivinícola que mantuvo Tenerife a finales del siglo XVIII, posibilitó que los exportadores locales pudieran tejer una red de relaciones comerciales inédita hasta entonces. La oportunidad de poder relatar, en un mismo texto, a personajes de la talla de George Washington, Robert Morris, Benjamin Franklin, el rey Carlos III, ministros como Floridablanca, embajadores como Aranda, virreyes como los Gálvez o Branciforte, a los que se unirán también lo más granado de la Marina Real Británica como el conde de Sandwich, John Jervis, Horacio Nelson y ni que decir de los nobles franceses en el exilio, eso sólo lo puede hacer algo común a todos como lo fue el vino de Tenerife.
Por tanto, es de justicia decir que el vino de Tenerife o Tenerife Wine fue nuestra mejor divisa y casi nuestra única carta de presentación en el mundo. Por supuesto que también gracias a los vinos nuestra isla se mantuvo a flote económicamente durante el siglo XVIII. Porque hay que recordar que sin la exportación de vinos era imposible disponer de madera para duelas y mucho más, sin este era imposible poder luego importar los necesarios cereales cuando las sequías secaban nuestros campos. Ni que decir que sin vino no habría sido tampoco posible traer los productos manufacturados que desde Londres o Hamburgo llegaban para nuestras casas. Por tanto sin vino tampoco habríamos tenido telas, sedas, herramientas, carne, pescado salado, órganos para las iglesias, plata labrada, figuras religiosas para las iglesias, o simplemente cera o el peculiar spermacetum de ballenas con el que iluminar las noches.
¿Sería exagerado decir que el vino nos salvó de la ruina?, no, ni mucho menos. El vino fue la tabla de salvación en todos los sentidos pero por encima de todo nos permitió ser relevantes en un mundo globalizado. Estábamos en el mapa, como se suele decir, y tan era así que nos conocieron como las islas del vino. Aunque sea anecdótico si que es razonable decir que el vino de Tenerife, como posiblemente los de Cádiz y Málaga eran los únicos productos agrícolas españoles que se embarcaban hacia América.
Desde ahora cuando degustemos nuestros vinos, podremos decir que George Washington los bebía prescritos como una medicina. Cuando los degustemos sabremos que la British Navy los empleaba para dar de beber a su marinería y que el ejército inglés y el americano también lo hacían. Lo cierto es que el vino de Tenerife fue mucho más que una bebida, fue una garantía para la supervivencia de marinos y de soldados y tal vez muchos de ellos si bien nuestros enemigos no por ello debemos sentirnos menos orgullosos.
Es conveniente recordar que esta memoria recuperada, estos recuerdos, han llegado a nosotros sólo a través de una familia de comerciantes que, desde luego, no era la única que tuvo Tenerife, ni mucho menos. Si este trabajo, tal vez excesivamente condensado, es así de rico en historias de vinos, imagínense lo que pudo haber sido este comercio si alguna vez pudiéramos llegar a conocer los archivos de otras casas de comercio ya desaparecidas. Este pensamiento me lleva a pensar que sólo conocemos un pequeño porcentaje de lo realmente sucedido y pese a que soy consciente de que este volumen no va a cambiar nada de la historia ya escrita, tal vez si que nos haga reflexionar sobre todo lo que nos habríamos perdido si ésto no se hubiera conservado. Pero por encima de todo lo dicho lo realmente importante, al rescatar esta memoria de los vinos de Tenerife, se condensa en el proverbio que dice, si no sabes a dónde vas, al menos debes saber de dónde vienes.
Carlos Cólogan Soriano